En Argentina, todo lo que toca la palabra peronismo queda teñido: una película, un hospital, una idea, el título de un libro, una conversación, un año, una cara. Es expresión habitada, repleta, hecha de afecciones, de esperanza, de síntesis, de derrota, de incomodidad, de lo que no debió ser nunca, de lo que debe mantenerse siempre. Es la calle tomada y el espasmo por tanta insolencia; a la vez el develamiento de lo que estaba oculto detrás de la historia y también la historia, que recibe sus fechas y sus mártires y sus enemigos.
Y si la palabra peronismo tiñe es porque deja de ser una significación de raíz política para abrirse a un plano más definitivo: es toma de posición moral, un mapa de carácter valorativo, un prisma que excede el tiempo y los hechos y los nombres, para delinear fronteras, para decidir precisiones, qué es el Bien o la Verdad o la Justicia y qué o quién el mal y el infierno. Con la palabra peronismo se discute el país pero más se discute el origen y el destino, es decir, una ética del pasado argentino y de todos sus posibles. Liberación, gorila, segunda tiranía, justicia social, no son proclamas políticas sino amarras morales, para algunos, puerto de llegada, para otros, encierro. Lo mismo para Perón o Eva Perón: son estampas en un patio (él poderoso, de a caballo; ella beatificada por la lucha o por la lágrima), a las que se les ofrece el olivo de la comunión y la esperanza, un tributo que brinda identidad a una familia, como el apellido o el patio, el centro de la circunferencia afectiva; a la vez, es lo que no se nombra o se quema, o la ira, o el demonio, o el error, o la esclavitud republicana, un poliedro que reclama el derecho a existir para cada uno de sus lados, múltiple, diverso, el derecho a no ser equidistantes a un único punto llamado Perón.
La discusión política se pierde, queda casi anulada en nombre de una espesura moral que disuelve los hechos y la historia misma cuando no es más que la excusa para una argumentación doblegada previamente, sometida al imperio de lo que debe ser, en nombre de lo que debe ser: el pueblo o la libertad son sinónimos de alpargatas o libros, de liberación o dependencia, de tiranía o república, de Nueva Argentina o de Revolución Libertadora, de lealtad o de liberalismo. Se ofrecen valores, y cuando es así, siempre se lo hace desde un púlpito que convoca fieles, de un lado o del otro. Entonces, y desde esta perspectiva, en realidad no se discute, porque no hay vacíos que completar sino totalidades que oponer: peronismo/antiperonismo es una aporía política de efectos morales, una exposición ostensible de universos, que de tan plenos, ni siquiera se enfrentan.
Con Mordisquito, su personaje, Enrique Santos Discépolo es parte de esta aporía: por lealtad a Perón o por traición al arte, por convicción o por intereses, porque era un hombre comprometido con lo popular, o porque fue engañado por el tirano, por Evita o porque era débil para decir que no. Cualquiera sea la razón, lo cierto es que su carne fue elemento de disputa, convencidos unos y otros de la utilidad de tenerlo entre sus filas. Una disputa que lo excede, que lo desplaza de su centro, que lo lleva por fuera de sus letras, de su personaje, de su desdicha de amor. Por fuera de sí mismo, tanto, que la respuesta no es la palabra sino la enfermedad y su muerte, apenas unos meses después, cuando Discépolo sólo era huesos, un sobretodo y casi nada de piel.
No por destino mártir; no porque crea que el pueblo necesite de cadáveres para contar su historia. No hay víctimas en la voz de Discépolo, ni inmolación, sino respuesta, que a veces es ácida o de dolor (nunca por cálculo sino por destino); otras veces desafío, muchas cansancio o desprecio o realidad cruda, irrebatible, tantas veces inexacta. Ni en sus tangos, ni en sus obras de teatro, ni en sus diálogos radiales, en ningún lado su palabra rechaza lo que es en nombre de lo que debería ser. Acepta, reniega, ve, deriva sentencias o consejos, pero no esgrime un ideal ni habla de merecimientos. Discépolo no reclama nada, no pide indemnización, ni en el amor frustrado ni en el país que habita. Nunca es acreedor, ni el mundo le debe nada. Por eso no es débil a pesar de Cambalache o de Martirio, a pesar de su argumento para la película El hincha o la obra de teatro Blum. A pesar de su imagen, de lo que de él se decía, a pesar de las fugas de casa de su mujer Tania o de la parasitosis de su hermano Armando.
Discépolo no es débil, no es un arlequín de tristeza oculta; no es carroña de buitres ni un alma que requiera de un abrazo cualquiera. Tampoco Mordisquito es el efecto de su anemia emocional o de su catástrofe. Discépolo no necesita ni de Perón ni de los antiperonistas ni de plañideras literarias que lo rediman. Es él, uno, siempre uno. Y en su obra, de tanta pasión singular, de tanta intimidad expuesta, de tanta aristocracia sensible, sin dudas que se abraza solo.
Gustavo Varela
Gustavo Varela
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